
Hay curvas que reúnen, crean espacios urbanos, un banquito, un árbol que da sombra, y una especie de línea buena onda en el piso que marca el suceso de que algo especial pasa acá. Hay otras curvas que nos da el cielo, alguna que otra nube que decide divertirse con nosotros y tener forma de medialuna. También están las formas curvas de una botella, que gira y contiene el líquido deseado, lo llena de curvas y lo entrega a la carne. Hay algunas líneas curvas que forman los dedos cuando nos miramos a los ojos y de repente las manos se revelan y suben por la cara. Pienso que también existen curvas llamadoras de ideas, ahí en las pestañas, como queriendo gritar algo que aún no hemos escuchado. Hay otras que están en la piel y sólo los hombres sensibles pueden entenderlas. Veo curvas cuando camino de vez en cuando a la parada del colectivo y algún buen hombre me mira. Existen además las curvas de la vida, esas donde nos perdemos como dos desconocidos y fluimos el arte de amar. Cuando fui pequeña, vi las curvas de los pies de mi prima, las tuve que imaginar porque su pie era muy plano, me las ingenié y flashee con los mejores pies empanada que vi en mi vida. Momentos en que un simple gesto de árbol hace que la curva mute y termine en un fruto rojo y deseado. Curvas que sacan de quicio. Otras que liberan. Lo más lindo de las curvas es que se mueven todo el tiempo, se salen de las estructuras de las líneas rectas, se revelan y se fugan con un puñado de títeres en cada punto que las compone. Las curvas están revolucionando la geometría de nuestros cuerpos. Nos salvan cada vez que los poros de la piel se meten para adentro: los sacan, los liberan, los giran, los mueven, los explotan y terminan siendo curva del aire. Los dos juntos curvan como si fuesen una sóla molécula de aire.
Esta es la historia de amor que me trajo la geometría del alma.
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