
Algunos días atrás, en la vorágine de la ciudad mientras demorábamos una hora y media volviendo a casa, manejaba en primera y la segunda era una gran utopía, Juli se detuvo y yo bajé la ventanilla: justo di con el frente de un edificio (claramente hay mucho hormigón, aunque este era de ladrillo visto). Había un contendedor de basura, y una pareja discutiendo sobre cosas vanales cerca de su vehículo. Pegaditos a ellos, estaban un padre y un hijo: metidos en la basura del contenedor, buscando algunos objetos reciclables, seleccionando las botellas de plástico, las de vidrio, los cartones (ni uno de tetra) y bueno otras cosas que me imaginé. El niño, descubrió una de esas mega pistolas de agua que usan los niños burgueses para mojar a toda su clase social. No saben la sonrisa de la creatura cuando entendió cómo se usaba, yo lo miraba analizando el chiche nuevo y casi que me bajo a explicarle cómo se usaba, pero ahí la segunda dejó de ser un sueño y avanzamos. Lo dejé atrás, con su sonrisa de flota flota.
Bueno, hace una semana dejé atrás a otro niño más atrevido: él es un niño burgués que me visita cada tanto. Jugamos a tomar vino y reímos en la Alameda de vez en cuando. Yo tan niña, he rechazado más de una de sus invitaciones (o tan histérica). El otro día, le propuse un juego que trataba de ir al cine. Porque estaba esa peli de Alex de la Iglesia que estaba muerta de ganas de ver. El niño, luego de aceptar mi invitación, me envió uno de esos mensajes que una nunca desea leer: perdón, voy con alguien.
Yo tan tolerante, jamás le contesté. Pero qué niño burgués atrevido, jugar con la histeria femenina de esta forma. Prefiero la sonrisa yéndose de aquel niño flotón que me trajo el aire urbano. Olvidarme de los planes burgueses, mientras respire, será la mejor opción.
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