Con un ojo cerrado, y otro en
estado de espera, comprendí que este sitio es una transición espacial. Uno de
esos lugares donde el tiempo se respira con otra pirotecnia. Sucede que los
vitrales nos miran desde arriba, y nos sumergen en el cielo: nos quieren fugar
a otro tiempo.
Voy a detenerme en los
ascensores: esas cajas metálicas que pretenden mudarnos de planeta. Hay una
sinergia digna de atravesar. Te subís y algo en tu cuerpo quiere vivir un
accidente, contarte algún suceso que tenés dando vueltas por tu memoria y
quiere revelarse. Esto es un viaje gratis y abierto a todo público en horario
comercial. Mientras te sientas libre de querer meterte en otro tiempo, todo
estará bien.
Pensar que arriba de esta caja de
tiempo hay una sala de máquinas me hace sentir que a este objeto lo maneja
alguien. Pero no, no. Este elemento tiene una única función: transportarnos.
¿Por qué pretendería ser seducido por otras máquinas? No, no tiene sentido.
Si fuera totalmente hermético no
nos dejaría imaginar. Y eso no es un detalle menor. Él sólo quiere que nos
subamos a su plataforma y lo experimentemos como una risa que tenemos escondida
entre diente y diente hace varios años. Quiere que sintamos cómo de un suelo
pasamos a otro suelo, y tendremos la posibilidad de ver a la gente desde otra
tierra. Con otros ojos que vienen de otro momento histórico: no es lo mismo el
tiempo de planta baja que el de primer piso.
La clave está en entregarse a la
caja metálica, dando respiro a los hechos concretos que nos suceden prácticamente
todo el tiempo. Acá damos una tregua a la realidad y atravesamos otra forma de
tiempo, donde lo que vivimos antes pasa a ser memoria y se fuga en los
recuerdos.
Lo que pasa ahora es atemporal,
es parte de la piel jugando con el metal, del ruido de la supuesta sala de
máquinas y la risa que flota entre los espacios de la caja.
Veamos qué simple es meterse en
una caja fuera de tiempo, partícipe de un nuevo suceso, donde el imaginario ríe
y nos trasladará a destiempo.
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