martes, 1 de mayo de 2012



El gesto de la ventana dibujada en la pared, no es un detalle menor. Resulta que cuando uno atraviesa la atemporalidad de este sitio, descubre este tipo de situaciones que lo llevarán a un estado de imaginación muy deseado.
Antes de ingresar a recorrerlo, se recomienda comprar una bolsa con gomitas de todos colores, esas chiquitas, llenas de azúcar, que a ciertos seres nos encantan.
Uno se introduce un dulce en la boca e instantáneamente mirará hacia arriba: allí notará por qué este espacio es digno de ser atravesado masticando gomitas y colores.
Hay un techo que parece eterno, que no se irá jamás de acá. No habrá situación sismo climática que lo desate de esta tierra. Su fortaleza es tan rotunda que conversa con el Edificio Gómez y ambos saben que estarán transitando la ciudad hasta que por algún efecto del aire, las gomitas de colores vengan del cielo y los aplasten de azúcar.
Los recorridos internos son interrumpidos por locales comerciales que vienen a nacer allá por la década del ’20 – ’30 cuando los dulces se vivían como eucaliptos y los materiales constructivos eran oscuros y silenciosos. Lo más interesante de estos locales es sin duda los personajes que los atienden. Acá no vamos a andar con medias tintas. Esta gente ha trabajado aquí por años y si sigue acá es porque dentro del Pasaje pasan cosas que el resto de la población se está perdiendo.
Ya llevamos como unas diez gomitas metidas en nuestro cuerpo, mientras caminamos y devoramos el azúcar que tiran estos muros, que nos miran y sacan fotos mientras relamemos los dulces y la lengua es una fiesta de arquitectura.
Podría uno detenerse a tomar un café, o mirar la vidriera de la librería central, donde al parecer las cosas siguen siendo como en la década de los ’60. Digo, como para bajar el nivel de azúcar.
Lo atractivo viene en el momento de decidir subir por las escaleras o tomar el ascensor que tan art nouveau fue diseñado. La opción uno requiere de mucha más concentración: el esfuerzo físico y mental se potencia cuando uno cumple la regla huella-contrahuella y a la vez mira cómo sus piernas van transitando, girando, siendo espacio de los muros.
Si tomamos el ascensor, nuestros ojos se convierten en una cámara de filmar que registra sombras, luces, desniveles, risas, ruidos, incertidumbres, infinitas.
Llegar al nivel deseado, abre la imaginación. Notamos que acá vive gente. La envidiamos y desearíamos dormir en alguna de sus camitas algunas que otra noche, cuando el cielo se meta por los vitro y las nubes coqueteen con los muros.
La espacialidad desde acá arriba es otra cosa. Alguien estuvo días pensando en cómo culminarían las perspectivas cuando el Pasaje se choque con la calle y los árboles. Sé que se detuvieron meses en imaginar cómo el juego del piso, las paredes, los vitro, los locales, la gente, las carpinterías y demás se revelarían en el aire mendocino.
La bolsita de gomitas está casi llegando a su fin. Ahora conocemos nuestro tiempo, que dentro de este lugar es otro tiempo: un tiempo que viene de la naturaleza de la imaginación. Mientras el tiempo de la realidad nos golpea, se ríe el tiempo del Pasaje con la bolsa vacía: discuten los dos tiempos: la pelea del tiempo, esta noche en la sala del Cine Universidad, donde otro tiempo será referí y abra azúcar para todos.
El tiempo que es otro tiempo, ¿ganará?

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